Aún lo recuerdo como si de ayer de
tratara.
Contaba siete años, era una niña
extremadamente delgada, con grandes ojos marrones, su tex un pálido amarillento,
sus labios finitos y una sonrisa obligada, que le exigía su madre antes de
salir de casa. Bien peinada con dos trenzas largas color azabache, sus vestidos
siempre holgados de volantes para
disimular su extrema delgadez.
Mochila a la espalda que doblaba su
cuerpo hacia adelante para poder cargarla. Cogida de la mano de su madre para cruzar
la carretera que llevaba hasta la escuela, que luego suelta con desprecio.
Laura no entendía a su madre ni
porqué era tan fría con ella. Veía a sus compañeras dar besos a sus padres
antes de entrar al colegio, ella se acercaba a su madre, esta le ponía la mano
en el hombro y decía: -al cole-.
Laura era una niña retraída, de
pocas amigas, la llamaban “la rarita” tanto que llegó a creérselo.
Una noche que no podía dormir, se
levantó a beber agua, salió de la habitación, bajó las escaleras. De pronto, unos
ojos amarrillos brillaron en la oscuridad, Laura gritó y la luz del recibidor
se encendió. Allí estaba su madre tras una gran cacerola negra burbujeante, un
gato colgado por las patas traseras con los ojos abiertos dislocados. Laura
seguía con cara de grito terrorífico, pero no emitía sonido alguno. No entendía
lo que sucedía ni quien era su madre. Escuchó una voz que decía: -Laura, Laura
despierta que hay que ir al colegio.
-Mamá, vaya pesadilla terrible que
he tenido.
Su madre fijó la mirada en los ojos
de la niña y un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
Laura quedó en silencio…
Ada. (4/1/2020)
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